Una pegada a la otra. Cabeza con cabeza, brazo con brazo, pierna con pierna. Abrazadas como si se fuese a acabar el mundo de un momento a otro.
Lo habían decidido, estar juntas, permanecer juntas, querían burlar el tiempo, dejarlo todo por aprovechar cada segundo una a la par de la otra.
Ella, su madre, se lo había explicado. Si todo transcurre de forma natural, moriré antes.
Como escaleras mecánicas, nacemos y morimos, quien nace antes muere antes. Su hija lo había interiorizado de tal manera que propuso la idea, no podía soportarlo.
Aquel día llegó a casa y aseguró que había dejado todo para estar a su lado para siempre, le dedicaría todo su tiempo, ya de perderla quería quedarse tranquila sabiendo que había aprovechado todos los segundos de su vida con ella, lo más importante de su vida.
Ellas juntas. Cabeza con cabeza, cuerpo con cuerpo. Se apretaban la mano como si ese fuera el último minuto. Sus vidas se habían convertido en un martirio. En unos años, una se iría y la otra, la otra qué haría.
Vivían en una cuenta atrás, centradas en esa idea que no les dejaba dormir, que no las dejaba vivir. Una idea que les producía escalofríos, sin respiración. Se apretaban las manos pero era insuficiente, era como saber que algún día no podrían hacerlo y entonces, entonces el gesto se quedaba corto y llegaban las lágrimas, lágrimas que se contagiaban.
Habían perdido el sueño, el hambre, lo estaban perdiendo todo. Ya pocas veces se levantaban de aquel viejo sofá. Se consolaban, una a la otra. Dejaron de contestar al teléfono, no abrían la puerta a nadie.
El salón se había adquirido los tintes del drama, olía a cadáver y nadie había muerto. Un salón lleno de llantos, de oscuridad. Un salón exasperante, cargado, una cárcel, un martirio. Pero ellas seguían sin querer salir de ese lugar, dando todo la una a la otra.
Aquella situación empezaba a transcender, era como si a los vecinos les llegara el agobio existencial de aquellas dos mujeres. Intuían algo, pensaban que habían perdido el norte, que estaban locas. Pronto no hubo otro tema de conversación en el barrio.
Entonces, un mes más tarde llegó él, el padre, el marido. Alertado por la gente del pueblo. No daba crédito, temía abrir la puerta, no sabía con que se encontraría. Le habían dicho que ellas tenían la luz encendida día y noche, que no se las veía por la calle apenas, que habían perdido el contacto con su mundo, que se oían llantos cada noche. A veces la niña perdía el control y gritaba, se oían ruidos, como si arrastraran muebles.
Él se sentía culpable, no sabía que decir a los vecinos. Hacia años que no sabía nada, metió la llave en la cerradura, temió que la hubieran cambiado. Todo en regla, encajaba.
Al fin la puerta cedió, se asomó lentamente.
Dos sillas tiradas dificultaron su entrada en el salón. A la izquierda aquel mueble con un cristal roto. La alfombra descolocada, el teléfono descolgado, el auricular estaba en el suelo. Ellas allí, sentadas en el sofá, una con la cabeza apoyada en el hombro de la otra, parecían dormir, las manos agarradas fuertemente.
Él no supo reaccionar, no sabía si despertarlas y pedir explicaciones, sintió miedo.
A los dos días, la guardia civil intervino, ambas fueron ingresadas en un centro psiquiátrico.
Cuando se enteraron los vecinos, se empezaron a oír comentarios orgullosos “ya te lo dije”, “que mal se pusieron”, “de un día para otro”.
Nadie volvió a saber nada.